20 abr 2010

Pacto de belleza



 Había pasado la hora de la comida cuando llamaron a su puerta con golpes de apremio. El sirviente fue a abrir y regresó hasta el salón, acompañado de un hombre ricamente aderezado pero sucio por el polvo de muchas leguas. Aquel se identificó enseguida como emisario de su señor el rey Almohade. Puso en las manos del Caballero de la Media Luna un papiro lacrado y se retiró con reverencia, cerrando la madera.
−¿Qué será este mensaje, mi señor, que llega en esta hora demasiado tempranera? −preguntó el sirviente, usando de la confianza habitual entre ambos siempre que se encontraban a solas. El señor desplegó aquel mensaje con manos ansiosas y embargado por un presentimiento funesto. Los segundos se tornaron minutos mientras leía, la sombra de una duda anegó sus facciones severas en cuanto hubo terminado. El sirviente carraspeó con ensayada ligereza para sacar al caballero de su zozobra.
−Oscura es la hora además de temprana, mi fiel Abdul. Pues hasta oídos de mi rey han llegado rumores de mis devaneos con la Dama Sol, y no entiende ni aprueba que me entretenga tanto en terminar con unos viñedos que por su bravura, más parecen guerreros de Don Rodrigo que matas de uva dorada.

Aquella misma tarde el señor musulmán acudió a los viñedos de la Dama Sol, acompañado tan solo de Abdul. Era la hora en que la media luna puede verse en la cúpula celeste, vaporosamente ataviada con crestones blancos mientras que el sol se pone todavía entre púrpuras, que reflejaban las gráciles parras descolgadas por los postes. Los terrenos tapizados de verde y oro marcaban el confín alrededor de la casa, hasta allá donde la vista podía abarcar. La Dama Sol leía bajo la techumbre del caserío con los cabellos levemente desordenados por los dedos de la brisa vespertina. El joven señor observó una hamaca de mimbre vacía que parecía esperarle, y se aproximó hasta ella mientras Abdul se iba dar un paseo entre los campos de cultivo, dejándoles solos.  Aquella vez el caballero notó inmediatamente dos diferencias y una semejanza respecto a sus tres visitas anteriores. Inesperadamente, había puesta sobre la mesa una botella cristalina con un fluido del color de las cerezas maduras. Sobre ella incidía un postrero rayo de luz. La acompañaban dos copas: una vacía, llena la otra. La dama no levantaba todavía los ojos del volumen apergaminado que sostenía entre sus dedos lívidos. Igual que las tardes anteriores, un remolino de sensaciones contradictorias con regusto de pecado afloraron a su pecho cuando la Dama Sol alzó sus iris azules y halló los negros del caballero. Hoy tampoco sería capaz de anunciar a aquella mujer el motivo de su advenimiento: no podría destruir el paraíso de aquella infiel.
−¿Cuál es ese libro que subyuga vuestros sentidos más allá de mi llegada, más allá de este momento único en que vuestro sol y mi luna pueblan el cielo como una sola luz?
−No diré que conozco el motivo de vuestra llegada, ni tampoco que sé de quién recibisteis un mensaje después de la comida... −respondió la dama con una voz distante−.  Este libro habla de Plotino, un filósofo griego que teorizó sobre la belleza del Uno...
−¿El Uno? ¿Es acaso el Dios humano de los cristianos? ¿O es Allah, el Dios de mi pueblo? −respondió el caballero, recelando. La mujer negó, ladeando la cabeza con un brillo idealista en la mirada.
−El Uno y su belleza son todos los pueblos juntos, musulmanes y también cristianos... El Uno sois vos, y soy yo, y es este vino que aguarda sobre la mesa. Es la copa llena, y también la vacía, que será llenada.
¿Cómo podría destruir él a aquella mujer, aquellas tierras fértiles, aquel instante sublime robado al olvido? Acaso la prueba final pudiera ser cosa de un simple beso... no sería la primera vez, pensó desesperado. Si probaba aquellos labios finos pero seductores, dotados del mismo tono que la sangre de Dioniso, y no sentía nada, todavía había esperanza para su familia, su rey, su Dios. Inmediatamente su voz templada dio forma a los pensamientos, urdiendo con habilidad una maraña filosófica de la que, pensó, la hermosa infiel no escaparía tan fácilmente.
−El Uno que mencionáis, Dama Sol, esa belleza que participa de todo y de todos, ¿se encuentra igual en los actos de unión, o tan solo anida en las cosas y en lo seres?
−¿Cómo separar la belleza de los actos hermosos? ¿Cómo discernir entre la Venus de Milo y el sacrificio de una madre por su hijo? ¿O el de una amante por su amado?
−Entonces juntemos nuestros labios, hagamos que el sol y la luna que están ahora en un mismo cielo prolonguen esa unión estelar en nuestras bocas, que choquen los astros y se fusionen la Dama Sol y el Caballero de la Media Luna −la incitó él. La joven de cutis de mármol asintió, aproximando lentamente su rostro hasta que el joven pudo sentir su respiración sobre su propia nariz, que acudía tibia y fresca por los aromas dulces del vino, que sin duda, la dama había estado bebiendo.
−“No probaréis mis labios sin antes probar mi vino” −repuso ella en el último segundo, alejando las anheladas curvas cuando el hombre ya se creía fulminado.
−No será tan flaco mi ánimo, ni tan temblorosa mi mano, que ceda ahora en este empeño −respondió él, desequilibrada por entero su resolución anterior. Llevó la copa llena a sus labios y su paladar se deshizo para aflorar de nuevo con los gustos de la tierra y la madera, de la vid y de la parra, del sol y de la luna. Apuró todavía otro trago, y al acercarse los labios de la mujer todavía con la copa entre sus dedos, sintió tan solo el ánimo para una venganza baladí y bella. Interpuso el vino entre sus bocas: “No probaréis mis labios sin antes probar mi vino”, dijo. La dama bebió. Fluido, amante y amada, serían Uno para siempre.


[Publicado originalmente en espadaybrujeria.com]

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