19 jun 2014

Despedida de tinta y tiza

Hace ahora dos o tres meses que se “celebró”, no sé bien si son tres o dos, podrían ser más, pues el tiempo es relativo y más cuando uno está del Otro Lado del cristal, el aniversario de la muerte de un insigne escritor llamado Julio Cortázar. Es curioso que sea justamente yo, alguien que no conoce demasiado bien su obra, ni tampoco su azarosa biografía, quien se atreva a escribirle algo por el veintitantos aniversario de su muerte, y para más sarcasmo con varios meses de retraso. Pero sin embargo me creo en mi derecho. Y me explicaré de tal forma que no quepa ninguna duda.

Conocí a Cortázar hará cosa de unos diez años atrás, de la boca de un poeta amigo mío y mejor recitador que yo. Esto último no espero que sorprenda a nadie, pues se trataba del mejor recitador que nunca he escuchado. Hablaba como entre sueños con la voz de un tenor. El caso es que este poeta amigo mío era, como tantos otros poetas, fiel seguidor del camino de tiza de la niñez; o cómo en palabras de profanos: uno de esos que idolatran esa novela rara que se llama Rayuela. Efectivamente, el susodicho amigo hablaba maravillas de aquel libro, decía que se podía leer de dos formas: del principio al fin, como cualquier otra novela, o siguiendo un orden alternativo que el autor nos proponía. Creo recordar que para mayor desaguisado, el orden alternativo empezaba en el capítulo cuarenta y seis o algo así. No espero que se me perdone mi mala memoria, pero en diez años pueden suceder tantas, tantas cosas... En cualquier caso, tras decirme aquello mi amigo, que en realidad me parecía entonces sólo un dulce e inteligente conocido, sonreía como para sí mismo y añadía pronto: “Aunque la mejor lectura es siempre la tercera, la que uno hace siguiendo los capítulos como le da la real gana”. Ahí es donde yo quedaba definitivamente maravillado con el asunto. Si a ello sumamos que el tal poeta tenía dos poemas muy buenos dedicados a Cortázar y que la cita con que empezaba uno de ellos era algo así como “¿Así que vos también sós de tiza?”, se entenderá que en menos de un mes el libro cayera en mis manos, de una forma más bien poco honrada que mantendré en secreto. Aquí me gustaría decir que mi amigo poeta, que ya me empieza a cansar y desaparecerá pronto de este homenaje al bonaerense del puro, había tenido la fortuna de leer ese libro en el bachillerato. Debería ser obligatorio que todo el mundo tenga la opción de leer Rayuela. Yo lo hice a tiempo, y nunca me arrepentiré. 
          Hoy, incluso, he llegado a comprender que la vida y la muerte son un poco como ese libro, Rayuela. Que ciertas personas siguen un orden en la vida mientras algunas otras se conducen por uno completamente diverso, y hay quienes saltan de un episodio a otro sin ningún orden ni concierto que podamos apreciar. Como ese libro, como todos los libros, toda historia termina con un fin. Y decidirlo está en nuestra mano, con el permiso del autor. Acaso la dulce transición de Tanatos nos eleve entre dos mundos, cercana a un pesado sueño en el atardecer echados sobre un césped aromático; quizás el final batallador de Hades, con el fuego de una idea en la mirada. O tal vez uno diferente de ambos.
En esos años yo me sentía de tiza, pero no como esa que suele manejar un maestro, no, la sensación era más bien como la de una tiza vuelta polvos que flota vigorosa con el viento vespertino, para chocar en su trayecto alegre con alguna pared de un edificio feo y gris, cayendo de nuevo en el asfalto a la espera de la siguiente ventisca. La primera lectura, me insufló más pájaros en una cabeza donde ya tenía buena jaula, de manera que empecé a escuchar jazz y blues, a divagar a menudo delante de un papel y cómo no, a acentuar mi ya asentada afición a la nocturnidad. Además, ese libro tiene un efecto curioso sobre mi destino, pues lo vinculo al desamor y a la pérdida en el sentido más literal de la palabra: sucede que cuando lo presto no me lo devuelven, y cuando no lo pierdo prestado, lo regalo sin querer. Después de aquello, entre Borges, Quevedos y Vallejos, seguidos de Larras y Esproncedas, cayeron dos libros más de Cortázar en mis manos, dos libros de cuentos cortos, los dos muy de mi gusto; recuerdo que uno de ellos contaba cómo se quedaban cientos de vehículos atascados en una autopista, cuando iban camino del trabajo, y que se establecían relaciones intimísimas y de lo más variado durante las horas y los días que se pasaban en el atasco los ocupantes de los vehículos, y creo que recuerdo también que cuando uno ya empezaba a encontrarse a gusto en la autopista que se había convertido en una suerte de hogar improvisado, se arreglaba el atasco y todos se volvían cada uno dentro de su coche, para seguir circulando como si nada hubiera sucedido nunca.
La vida es un poco así, desgasta como una puta salida de una fábula que se dé a la fuga con el amanecer. El caso es que yo quería hablar más de Rayuela, pero me voy por los cerros. Yo creo que ésta, que es para muchos la mejor obra de un escritor magistral, uno de los pocos alquimistas que sabían hacer fuego en la mente (el mal llamado “realismo fantástico”, porque es imposible creer que dos palabras acierten a describir ninguna verdad relativa), creo que Rayuela encierra, en fin, tres claves. La primera ya ha sido mencionada, el amor y el desamor, que para más seducción del lector se nos presentan teñidos por la atmósfera de la bohemia parisina de los años cincuenta, donde la pintura se mezcla con la música, y la filosofía con la poesía y el malditismo con la excelencia. La segunda son la vida y la muerte, serpiente de Uróboros que se lame la cola forjando el enigmático anillo del sino. No diré nada de la última de las claves, pues pienso que lo expuesto hasta ahora hubiera sido ya razón más que de peso para que un indeciso inventor Morelli se hubiera decidido a leer la novela. O a rezumar vida hasta que la muerte venga a su encuentro, por tinta o por tiza, de amor o de soledad.
Hace ya treinta años murió un gran escritor, pero Cortázar no, porque el muy diablo dejó pedazos de su espíritu en cada libro que escribía. Y a pesar de que no soy yo, precisamente, el más adecuado para escribir estas líneas más emocionadas que lúcidas, (sinceramente, creo que he terminado siendo más Traveller que Horacio), sólo puedo decir que la Maga viene a mi encuentro alguna vez todavía, por casualidad en aquel puente sobre el río Sena; lo hace tras vagabundear todo el día por los bazares de la ciudad, envuelto en un yo cabizbajo, apocado, sabiendo a cada hora que ella también camina por aquellas calles.
La miro mientras finge el encuentro por sorpresa, con los ojos muy abiertos y hermosos.
Entonces pongo mis labios en su oído y le susurro, sólo, una palabra: Vodka.



[Basado en mi anterior relato “BEE BOP, Réquiem por un soñador llamado Cortázar”].

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