Hacía ya mucho tiempo que no me dejaba caer por aquí, demasiado quizás. Sería para mí un placer compensaros con este relato, espero conseguirlo, ¡de verdad! ¿Me aceptáis una copa de vino?
Pacto de belleza
Había
pasado la hora de la comida cuando llamaron a su puerta con golpes de apremio.
El sirviente fue a abrir y regresó hasta el salón, acompañado de un hombre ricamente
aderezado, pero sucio por el polvo de muchas leguas. Aquel se identificó
enseguida como emisario de su señor el rey Almohade. Puso en las manos del
Caballero de la Media Luna un papiro lacrado y se retiró con reverencia,
cerrando la madera.
—¿Qué será este mensaje, mi señor, que
llega en hora demasiado tempranera? —preguntó el sirviente, usando de la
confianza habitual entre ambos siempre que se encontraban a solas.
El señor desplegó el papiro con manos ansiosas,
embargado por un presentimiento funesto. Los segundos se tornaron minutos
mientras leía. La sombra de una duda anegó sus facciones, por lo común severas,
en cuanto hubo terminado.
El
sirviente carraspeó con ensayada ligereza, para sacar al caballero de su
zozobra.
—Oscura es la hora además de temprana,
mi fiel Abdul. Pues hasta oídos de mi rey han llegado rumores de mis devaneos
con la Dama Sol, y no entiende ni aprueba que me entretenga tanto en terminar
con unos viñedos que, por su bravura, más parecen guerreros de Don Rodrigo que
matas de uva tierna.
Aquella misma tarde el señor musulmán acudió
a los viñedos de la Dama Sol, acompañado tan solo de Abdul. Era la hora en que
la media luna puede verse ya en la cúpula celeste, vaporosamente ataviada con
crestones blancos, mientras que el sol se pone todavía entre púrpuras. Este
cielo espectacular se conjugaba sobre legiones de gráciles parras descolgadas en
sus postes. Los terrenos tapizados de verde y oro marcaban el confín alrededor
de la hacienda, hasta allá donde la vista podía abarcar. La Dama Sol leía bajo
la techumbre del caserío, con los cabellos levemente desordenados por los dedos
de la brisa vespertina. El joven señor observó una hamaca de mimbre vacía, que
parecía esperarle, y se aproximó hasta ella mientras que Abdul se iba a dar un
paseo entre los campos de cultivo, dejándolos solos.
Esa vez el caballero notó inmediatamente
dos diferencias y una semejanza respecto a sus tres visitas anteriores. Inesperadamente,
había puesta sobre la mesa una botella cristalina con un fluido del color de
las cerezas maduras. Sobre ella incidía un postrero rayo de luz. La acompañaban
dos copas: una vacía, llena la otra. La dama no levantaba todavía sus luceros
de un volumen apergaminado, que sostenía entre los dedos lívidos. Igual que las
tardes anteriores, un remolino de sensaciones contradictorias, con regusto de
pecado, afloraron a su pecho cuando la Dama Sol alzó sus iris azulinos y halló
los negros del caballero. Hoy tampoco vería la hora de anunciar a aquella mujer
el motivo de su advenimiento.
Seguía siendo incapaz de destruir el
paraíso de aquella infiel.
—¿Cuál es ese libro que subyuga vuestros
sentidos más allá de mi llegada, más allá de este momento único, en que vuestro
sol y mi luna pueblan el cielo como una sola luz?
—No diré que conozco el motivo de
vuestra llegada, ni tampoco que sé de quién recibisteis un mensaje después de
la comida... —respondió la dama con una voz distante—. Este libro habla de Plotino, un filósofo
griego que teorizó sobre la belleza del Uno.
—¿El Uno? ¿Es acaso el Dios humano de los
cristianos? ¿O es Allah, el Dios de mi pueblo? —respondió el caballero,
recelando. La mujer negó, ladeando la cabeza con un brillo idealista en la
mirada.
—El Uno y su belleza son todos los
pueblos juntos, musulmanes, judíos y también cristianos. El Uno sois vos, y soy
yo, y es este vino que aguarda sobre la mesa. Es la copa llena, y también la
vacía, que será llenada.
¿Cómo podría destruir él a aquella dama,
aquellas tierras fértiles, aquel instante sublime robado al olvido? Acaso la
prueba final pudiera ser cosa de un simple beso... no sería la primera vez, pensó
desesperado. Si probaba aquellos labios finos pero seductores, dotados del
mismo tono que la sangre de Dioniso, y no sentía nada, todavía había esperanza
para su familia, su rey, su Dios. Inmediatamente su voz templada dio forma a
los pensamientos, urdiría con habilidad una maraña filosófica de la que, pensó,
la hermosa infiel no escaparía tan fácilmente.
—El Uno que mencionáis, Dama Sol, esa
belleza que participa de todo y de todos, ¿se encuentra igual en los actos de
unión, o tan solo anida en las cosas y en lo seres?
—¿Cómo separar la belleza de los actos
hermosos? ¿Cómo discernir entre la Venus de Milo y el sacrificio de una madre
por su hijo? ¿O el de una amante por su amado?
—Juntemos entonces nuestros labios,
hagamos que el sol y la luna que están ahora en un mismo cielo prolonguen esa
unión estelar en nuestras bocas, que choquen los astros y se fusionen la Dama
Sol y el Caballero de la Media Luna —la incitó él.
La joven de cutis margarita asintió, y
su corazón dio un vuelco. Aproximó lentamente su rostro, propiciando el instante
que había reinventado en medio de su tormento devoto cada noche, incluso
durante los breves momentos en que soñaba despierto, desde que la vio por primera
vez en un crepúsculo como aquel entre viñas. Acercó su rostro de pétalos y
polen, hasta que el joven pudo sentir su respiración en su propia nariz. Acudía
tibia y fresca por aromas dulces de uva. Sin duda la dama había estado tomando...
—No degustaréis mis labios antes de catar
mi vino —repuso ella en el último segundo, alejando el anhelado premio cuando
el hombre ya se creía fulminado de gozo.
—No será tan flaco mi ánimo, ni tan
temblorosa mi mano, que ceda ahora en este empeño —respondió él, desequilibrada
por entero su resolución anterior. Llevó la copa a sus labios y su paladar se
deshizo, para aflorar de nuevo con los gustos de la tierra y la madera, de la
vid y de la parra, del sol y de la luna. Apuró todavía otro sorbo, y al
acercarse los labios de la mujer aún con la copa entre sus dedos, polícroma de
plata y oro, llena de noche y día, sintió tan solo el ánimo para una venganza
baladí y bella.
Interpuso el cristal entre sus bocas:
“No probaréis mis labios, Dama Sol, sin antes probar mi vino”, dijo.
La dama bebió con elegancia, demorando
su trago, sin apartar su mirada prendada. Más tarde se entregarían a la
ambrosía de la pasión. No importarían dioses, ni colores de piel, no habría
conquistadores ni subyugados.
Fluido, amante y amada, fueron Uno desde
entonces y para siempre.
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