Hace ahora dos o tres
meses que se “celebró”, no sé bien si son tres o dos, podrían ser más, pues el
tiempo es relativo y más cuando uno está del Otro Lado del cristal, el aniversario de la
muerte de un insigne escritor llamado Julio Cortázar. Es curioso que sea
justamente yo, alguien que no conoce demasiado bien su obra, ni tampoco su
azarosa biografía, quien se atreva a escribirle algo por el veintitantos
aniversario de su muerte, y para más sarcasmo con varios meses de retraso. Pero
sin embargo me creo en mi derecho. Y me explicaré de tal forma que no quepa
ninguna duda.
Conocí
a Cortázar hará cosa de unos diez años atrás, de la boca de un poeta amigo mío
y mejor recitador que yo. Esto último no espero que sorprenda a nadie, pues se
trataba del mejor recitador que nunca he escuchado. Hablaba como entre sueños
con la voz de un tenor. El caso es que este poeta amigo mío era, como tantos
otros poetas, fiel seguidor del camino de tiza de la niñez; o cómo en palabras
de profanos: uno de esos que idolatran esa novela rara que se llama Rayuela. Efectivamente, el
susodicho amigo hablaba maravillas de aquel libro, decía que se podía leer de
dos formas: del principio al fin, como cualquier otra novela, o siguiendo un
orden alternativo que el autor nos proponía. Creo recordar que para mayor
desaguisado, el orden alternativo empezaba en el capítulo cuarenta y seis o
algo así. No espero que se me perdone mi mala memoria, pero en diez años pueden
suceder tantas, tantas cosas... En cualquier caso, tras decirme aquello mi
amigo, que en realidad me parecía entonces sólo un dulce e inteligente
conocido, sonreía como para sí mismo y añadía pronto: “Aunque la mejor lectura
es siempre la tercera, la que uno hace siguiendo los capítulos como le da la
real gana”. Ahí es donde yo quedaba definitivamente maravillado con el asunto.
Si a ello sumamos que el tal poeta tenía dos poemas muy buenos dedicados a
Cortázar y que la cita con que empezaba uno de ellos era algo así como “¿Así
que vos también sós de tiza?”, se entenderá que en menos de un mes el libro
cayera en mis manos, de una forma más bien poco honrada que mantendré en
secreto. Aquí me gustaría decir que mi amigo poeta, que ya me empieza a cansar
y desaparecerá pronto de este homenaje al bonaerense del puro, había tenido la
fortuna de leer ese libro en el bachillerato. Debería ser obligatorio que todo
el mundo tenga la opción de leer Rayuela.
Yo lo hice a tiempo, y nunca me arrepentiré.
Hoy, incluso, he llegado a comprender que la vida y la
muerte son un poco como ese libro, Rayuela.
Que ciertas personas siguen un orden en la vida mientras algunas otras se
conducen por uno completamente diverso, y hay quienes saltan de un episodio a
otro sin ningún orden ni concierto que podamos apreciar. Como ese libro, como
todos los libros, toda historia termina con un fin. Y decidirlo está en nuestra
mano, con el permiso del autor. Acaso la dulce transición de Tanatos nos eleve
entre dos mundos, cercana a un pesado sueño en el atardecer echados sobre un
césped aromático; quizás el final batallador de Hades, con el fuego de una idea
en la mirada. O tal vez uno diferente de ambos.
En
esos años yo me sentía de tiza, pero no como esa que suele manejar un maestro,
no, la sensación era más bien como la de una tiza vuelta polvos que flota
vigorosa con el viento vespertino, para chocar en su trayecto alegre con alguna
pared de un edificio feo y gris, cayendo de nuevo en el asfalto a la espera de
la siguiente ventisca. La primera lectura, me insufló más pájaros en una cabeza
donde ya tenía buena jaula, de manera que empecé a escuchar jazz y blues, a
divagar a menudo delante de un papel y cómo no, a acentuar mi ya asentada
afición a la nocturnidad. Además, ese libro tiene un efecto curioso sobre mi
destino, pues lo vinculo al desamor y a la pérdida en el sentido más literal de
la palabra: sucede que cuando lo presto no me lo devuelven, y cuando no lo
pierdo prestado, lo regalo sin querer. Después de aquello, entre Borges,
Quevedos y Vallejos, seguidos de Larras y Esproncedas, cayeron dos libros más
de Cortázar en mis manos, dos libros de cuentos cortos, los dos muy de mi
gusto; recuerdo que uno de ellos contaba cómo se quedaban cientos de vehículos
atascados en una autopista, cuando iban camino del trabajo, y que se
establecían relaciones intimísimas y de lo más variado durante las horas y los
días que se pasaban en el atasco los ocupantes de los vehículos, y creo que
recuerdo también que cuando uno ya empezaba a encontrarse a gusto en la
autopista que se había convertido en una suerte de hogar improvisado, se
arreglaba el atasco y todos se volvían cada uno dentro de su coche, para seguir
circulando como si nada hubiera sucedido nunca.
La
vida es un poco así, desgasta como una puta salida de una fábula que se dé a la
fuga con el amanecer. El caso es que yo quería hablar más de Rayuela, pero me voy por los
cerros. Yo creo que ésta, que es para muchos la mejor obra de un escritor
magistral, uno de los pocos alquimistas que sabían hacer fuego en la mente (el
mal llamado “realismo fantástico”, porque es imposible creer que dos palabras
acierten a describir ninguna verdad relativa), creo que Rayuela encierra, en fin, tres claves. La
primera ya ha sido mencionada, el amor y el desamor, que para más seducción del
lector se nos presentan teñidos por la atmósfera de la bohemia parisina de los
años cincuenta, donde la pintura se mezcla con la música, y la filosofía con la
poesía y el malditismo con la excelencia. La segunda son la vida y la muerte,
serpiente de Uróboros que se lame la cola forjando el enigmático anillo del
sino. No diré nada de la última de las claves, pues pienso que lo expuesto
hasta ahora hubiera sido ya razón más que de peso para que un indeciso inventor
Morelli se hubiera decidido a leer la novela. O a rezumar vida hasta que la
muerte venga a su encuentro, por tinta o por tiza, de amor o de soledad.
Hace
ya treinta años murió un gran escritor, pero Cortázar no, porque el muy diablo
dejó pedazos de su espíritu en cada libro que escribía. Y a pesar de que no soy
yo, precisamente, el más adecuado para escribir estas líneas más emocionadas
que lúcidas, (sinceramente, creo que he terminado siendo más Traveller que
Horacio), sólo puedo decir que la Maga viene a mi encuentro alguna vez todavía,
por casualidad en aquel puente sobre el río Sena; lo hace tras vagabundear todo
el día por los bazares de la ciudad, envuelto en un yo cabizbajo, apocado,
sabiendo a cada hora que ella también camina por aquellas calles.
La
miro mientras finge el encuentro por sorpresa, con los ojos muy abiertos y
hermosos.
Entonces
pongo mis labios en su oído y le susurro, sólo, una palabra: Vodka.
[Basado en mi anterior
relato “BEE BOP, Réquiem por un soñador llamado Cortázar”].